El invierno se fue. ¿Qué habré perdido?
¿Qué desapareció, con él, de mi conciencia?
(Esta preocupación -seguramente absurda-
por conocer aquello que nos huye,
me obliga a convertir el aire frío
en pensado cristal sobre mi piel pensada,
y a convertir la gloria entristecida
de los húmedos días invernales
en la imposible luz que su concepto irradia;
esta preocupación, en fin, tiene la culpa
-y qué confuso y dulce me parece-
de que duerman en mí los árboles dormidos.)
El invierno se fue, pero nada se lleva.
Me queda siempre la estación perpetua:
mi mente repetida y sola.
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