Coraza hecha con el acero de lo eterno
para el dardo que lanza el arco, desde abajo,
cada día certero,
para el dardo sutil del cuidado pequeño.
Y los días pasados sin bajeza ni altura,
montón de muertas flechas rebotadas
al pie nuestro.
Y a lo otro pecho abierto: para la herida
grande del gran dolor eterno,
para el puñal del bien y el mal
que nosotros nos hemos de clavar en el pecho
por voluntad y por mandato interno,
mientras resbala en la coraza cada día
el dardo leve de los destinos ciegos.
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